Durante los primeros años veinte del siglo XVII suena con fuerza en Francia una terrible e indignada voz de alarma: la corte de París se halla infestada desde finales del siglo anterior de toda suerte de blasfemos, licenciosos y ateístas. Todos ellos quedan rápidamente agrupados bajo la categoría de libertinos, término peyorativo con el que son designados quienes consagran sus energías intelectuales a un riguroso cuestionamiento del universo religioso, político y ético -intensamente cristiano- que determina el normal transcurrir del siglo.