Niños como éramos, amigo, ignorábamos que los claros entre la espesuraeran corredores que unían a un país con otro; incluso diría que teníamos la impresión de que toda la tierra era una y la misma, de que las fronteras trazadas por los adultos eran solo las fronteras de los adultos. Por eso tendiámos nuestras trampas bajo las alambradas, exactamente donde las palomas silvestres se posaban con una libertad que nos era desconocida en nuestro país. Y, cuando caía alguna paloma, corríamos hacia ella con una mezcla de alegría y de miedo, por si a los soldados turcos se les ocurría disparar contra nosotros.