La Primera Guerra Mundial, que decidió el destino de Europa por la fuerza, tras muchos años, décadas en realidad, de primacía de la política y de la diplomacia, ha sido considerada por muchos historiadores como la auténtica línea divisoria de la historia europea del siglo XX, la ruptura traumática con las políticas entonces dominantes. El comunismo y el fascismo salidos de esa guerra se convirtieron primero en alternativas y después en polos de atracción para intelectuales, vehículos para la política de masas, viveros de nuevos líderes que, subiendo de la nada, arrancando desde fuera del establishment y del viejo orden monárquico e imperial, propusieron rupturas radicales con el pasado.
La destrucción y los millones de muertos que provocó la Primera Guerra Mundial, los cambios de fronteras, el impacto de la Revolución Rusa y los problemas de adaptación de millones de ex combatientes, sobre todo en los países vencedores, están en el origen de la violencia y de la cultura del enfrentamiento que se instalaron en muchas de las sociedades de aquel convulso período. La violencia no estuvo ausente de Europa antes de 1914 o después de 1945. Los hechos que convierten a ese período de treinta años y dos guerras mundiales en excepcional, sin embargo, han dejado múltiples huellas inconfundibles.