Se perfila una nueva era que no significa, en absoluto, la decadencia de las naciones ni la desaparición de los Estados, sino la emergencia de una nueva configuración planetaria de relaciones de fuerza y el despegue de nuevos Estados, entre ellos algunos que hasta hace poco estaban sumidos en el subdesarrollo. La emigración a escala mundial de nuestros días responde también a una carrera infinta en pos de la riqueza y la felicidad que promete la socidad del consumo.
El resultado, al menos en Europa, es una profunda transformación de la estructura de las poblaciones.
Europa se vuelve mestiza, su población cambia de tejido étnico y cultural, aparecen nuevas creencias que le otrogan un nuevo rostro. Se trata de un proceso irreversible, que responde tanto al extraordinario crecimiento demográfico del siglo XX como al sistema económico imperante en el mundo, centrado en la circulación de bienes y mercancias.