El tema del libro es, en gran medida, la censura. La censura tiene la dolorosa y dolosa cualidad o condición de seleccionar (la ortodoxia siempre va a la sombra, a la zaga, al redoble, de la heterodoxia, dijera la historiadora Concha Varela Orol, diagnóstico que compartimos otros) y excluir o filtrar líneas de pensamiento. Es una máquina operativa de selección. Un sistema de control ideológico y social. Esto no sería necesariamente negativo, porque la filosofía no tiene patria (como Spinoza, Voltaire, Hume, y tantos otros dijeron en su momento, pero también en el nuestro: hoy, el Estado, sigue vigilando con lupa cada artículo de nuestro vate radical suevo Xosé L. Méndez Ferrín, miñoto, intelectual local, apátrida a su manera por su condición de escritor universal, y sin fronteras), si no fuera acompañado por, conllevara, la cárcel, el silencio, la exclusión social, gestos y ritos de purificación, la tortura (entre la cama de Procusto y el toro de Falaris), el permanente exilio, la extrema soledad y vigilancia, el ostracismo sazonado con la sal y pimienta de la cautela y prudencia permanente, la constante alarma, el veneno de la sospecha, la difamación, la pérdida de bienes materiales, el ostracismo, el silencio, negación de la libertad de expresión, o mutilación simbólica de la lengua (en Anaxarco de Abdera fue real: se la cortó con los dientes y se la escupió al tirano chipriotra Nicrocreonte, no por ser filósofo, sino por ejercer y defender su condición de hombre libre) (Presentación).