Bebida de los dioses en el panteón mitológico de las civilizaciones maya y azteca, el
chocolate conquistó muy pronto el favor de los hombres. Las semillas de cacao con las que
se elabora se usaban también como moneda de cambio y simbolizaban así el carácter sagrado
de su cultivo. Siempre envuelto en un aura de misterio que alimentó una encendida polémica
sobre sus virtudes reales o supuestas. ¿Medicina, droga afrodisíaca, veneno violento?
En el año 1615 la infanta española Ana de Austria, en razón de su matrimonio con Luis XIII,
introduce el chocolate en la corte francesa. Comenzaba así una revolución gastronómica en
Europa. Ante aquel brebaje humeante y aromático, sorprendente y desconocido, habían
sucumbido los conquistadores españoles. A sus virtudes culinarias y su potencial económico
se rindieron aquellos hombres y ya nada volvió a ser igual en las mesas de la aristocracia
europea, primero; del mundo entero después.
Hablar de chocolate es hablar indefectiblemente de placer, de gula, de deleite, de regalo, de
convivialidad. Pocos alimentos tienen tantas connotaciones sensoriales como el chocolate.
Han pasado ya más de cinco siglos desde que Europa, por medio de España, conociera e
incorporara aquel alimento a sus usos y costumbres y, paralelamente, a su gastronomía,
provocando una transformación en los paladares europeos.
En la comparativa con cualquier otro producto alimenticio en cuanto a las pasiones que
despierta, el chocolate siempre gana. Sea porque tiene magia, sea porque tiene misterio, sea
porque tiene leyenda, sea por sus excelencias sápidas, pocos alimentos hay capaces de
provocar la sensualidad, el delirio gustativo, las emociones, los sentimientos. No hay nadie
que en sus recuerdos no tenga una tableta de chocolate, una tarta de chocolate, o una taza de
cálido chocolate entre las manos.