«Tel Aviv era un horno. Nunca supe si en el aeropuerto Ben Gurion no había aire acondicionado o si ese día no estaba funcionando o si tal vez alguien había decidido no encenderlo para que así los turistas nos adaptáramos rápido a la pastosa humedad del Mediterráneo. Mi hermano y yo estábamos de pie, agotados, desvelados, esperando a que salieran nuestras maletas. Era casi medianoche y el aeropuerto ya no parecía aeropuerto. Me extrañó notar que algunos pasajeros, también esperando sus maletas, habían encendido cigarros, y entonces yo también saqué uno y lo encendí y el humo amargo de inmediato me refrescó un poco. Mi hermano me lo arrebató. Soltó un suspiro de humo entre indignado y rabioso y murmuró alguna injuria mientras se secaba la frente con la manga de su playera. Ninguno de los dos quería estar allí, en Tel Aviv, en Israel.»