Algo falla en la lógica del argumento demográfico con el que banqueros, políticos, altos funcionarios, grandes patronos y otros agoreros atentos a la voz de su amo, pronostican la quiebra de las pensiones públicas en 2040.
Ante la hipótesis de un acusado envejecimiento de la población en esa fecha, el pago de pensiones sería un problema secundario frente al colapso generalizado que originaría la escasez de trabajadores jóvenes. No se podrían atender las redes viarias, los aeropuertos, los hospitales o los centros de enseñanza. Ni cubrir la plantilla de los cuerpos militares y policiales encargados del orden público y la defensa nacional. ¿Quién trabajaría en las fábricas, oficinas, comercios, medios de transporte y barcos de pesca?
Los apocalípticos profetas de la quiebra de la Seguridad Social mienten con el mayor de los descaros. Ocultando que el continuo incremento de productividad obtenido gracias al avance tecnológico permite mantener la producción y las ganancias con una cantidad menor de mano de obra.
Es preciso acabar con esa perversa costumbre por la que, mientras todos los gastos del Estado se costean con los impuestos generales, las pensiones las sufraga en exclusiva el bolsillo de los trabajadores.