La sociedad actual ha devastado la palabra pública: de tanto usarla y abusarla, el lenguaje ha perdido interés, ya nadie cree en lo que se dice. Las promesas se las lleva el viento, las confesiones encierran siempre una segunda intención, el consuelo es una hipocresía, los poetas, que siempre expresan la verdad, viven en el rincón de añoranzas perdidas. Solo se habla para tergiversar y deteriorar, el único tipo de palabra que aún sigue teniendo efecto hoy en día. Sin embargo, en otros tiempos la palabra pública expresaba las necesidades de los pueblos, los discursos proponían remedios, los hombres y las mujeres se sentían reflejados en estas palabras esclarecedoras de sus oradores. Lo que llama la atención es que hoy, cuando todavía se los lee, por muy distantes que estemos cronológicamente de ellos, aún nos sentimos afectados por estas palabras que resuenan en nuestros oídos. Desde Buda a Malala, desde Pericles a Trotzki, desde Jesús de Nazaret a Churchill y Pilar Manjón, desde el Jefe Seattle a Luther King, desde las voces rebeldes de predicadores cristianos en la Conquista de América, y otros, estos discu