Vivimos en una democracia demediada, en la que la corrupción se ha extendido más allá de lo que podía imaginarse -por mucha imaginación que se tuviera- en aquellos años de esperanza, cuando esa democracia se esculpía a fuerza de carreras y de recibir porrazos. Pero así son las cosas: esta democracia blanda, enfermiza, padece entre otros males el de la corrupción. Y si se habla de corrupción, la Comunidad Valenciana está en su epicentro. No es que en otros lugares no la haya, pero en ninguno se muestra con tal nivel de desfachatez, ni con la apariencia de impunidad con que se viste en tierras valencianas.
El caso Gürtel tiene ramificaciones por toda -o casi toda- España, pero sólo en esa Comunidad ha alcanzado de lleno a las más altas instancias políticas, con su gobierno presidido por Francisco Camps a la cabeza. Unas instancias y un gobierno, además, que evidencian podredumbre en todos sus flancos: Carlos Fabra en Castellón, José Joaquín Ripoll en Alicante y Camps como presidente del PP y de la Generalitat han sido ya imputados de graves delitos.